Cuando los muertos se acumulan en silencio
Siete vidas perdidas en 24 horas muestran un país que empieza a acostumbrarse a la violencia. Más que cifras, estos homicidios exigen reflexionar sobre la responsabilidad del Estado y de todos nosotros.
En apenas veinticuatro horas, Uruguay registró siete homicidios. Siete vidas apagadas, siete familias atravesadas por el dolor y una sociedad que, poco a poco, parece acostumbrarse a leer la palabra "asesinato" en los titulares como si fuera un parte meteorológico. La cifra es brutal. Pero aún más brutal es la sensación de que el Estado llega tarde, o peor, que a veces ni siquiera llega.
No se trata de exagerar ni de usar un recurso literario: lo ocurrido en esas horas negras refleja una realidad que viene acumulándose hace tiempo. La violencia dejó de ser un sobresalto para convertirse en un telón de fondo cotidiano. Balaceras en barrios periféricos, ajustes de cuentas, ataques a personas recién liberadas de la cárcel, menores atrapados en medio del fuego cruzado. La pregunta, que muchos se hacen en voz baja, es inevitable: ¿quién tiene el control?
El desborde de la violencia
Durante décadas, Uruguay se construyó bajo la idea de ser "un país distinto", donde todavía era posible dejar la puerta entreabierta o caminar por la rambla sin mirar atrás. Esa narrativa, real o idealizada, se resquebraja frente a una realidad mucho más dura. Los homicidios en cadena, las ejecuciones casi cinematográficas en plena vía pública y la naturalización de la violencia como método de ajuste de cuentas muestran un deterioro que ya no se puede ocultar.
Lo que antes era un sobresalto —un crimen que sacudía la calma nacional y se discutía durante semanas— hoy ocurre con tal frecuencia que apenas logra instalarse en la agenda mediática por más de un par de días. Una bala más. Un muerto más. Una estadística más. La violencia no solo mata: anestesia.
El Estado en deuda
El gobierno es interpelado constantemente, y no solo por la oposición. La ciudadanía exige algo tan básico como poder caminar sin miedo o mandar a sus hijos a la escuela sin rezar para que regresen. Cuando la respuesta oficial se reduce a declaraciones tibias o a promesas de más patrullaje, la confianza se erosiona. La seguridad no se garantiza con frases hechas ni estadísticas en conferencias de prensa: se construye en la calle, con justicia que actúa y prevención que funciona.
La sensación es que el Estado corre detrás de los hechos, en lugar de anticiparlos. Y cuando llega tarde, otros ocupan el vacío: bandas que imponen "su" orden, vecinos que se arman para protegerse, discursos que plantean la mano dura como única salida.
Pero no basta con más policía. Es necesario atacar la raíz: la desigualdad, el abandono de barrios, la falta de oportunidades para jóvenes que hoy se convierten en presas fáciles de la violencia. De lo contrario, todo esfuerzo será solo un parche. En ese terreno fértil del desamparo crecen las bandas, se multiplican las armas y se normaliza el crimen.
El espejo regional
Lo que sucede en Uruguay no es un caso aislado. América Latina atraviesa una deriva similar: Argentina enfrenta la violencia narco en Rosario, Brasil convive con favelas dominadas por facciones criminales y en Ecuador los motines carcelarios se convirtieron en masacres televisadas.
El riesgo es claro: que Uruguay, que aún mantiene niveles de violencia menores que sus vecinos, cruce la línea donde la criminalidad se vuelve estructural. No se trata de sembrar pánico, sino de advertir que la inacción o las respuestas parciales pueden llevarnos a un escenario difícil de revertir.
La resignación como derrota
Lo más preocupante no es solo la violencia, sino la resignación. Ese murmullo que dice "es lo que hay", esa aceptación de que la muerte forma parte del paisaje. Una sociedad que deja de indignarse cede terreno, y en ese terreno crece la impunidad.
Cuando la violencia se vuelve ruido de fondo, perdemos la capacidad de reclamar cambios. La indignación molesta, sí, pero es también motor de transformaciones. Sin ella, lo que queda es un país anestesiado, habituado a la sangre y dispuesto a convivir con la muerte como rutina.
Una responsabilidad compartida
La responsabilidad política es evidente, pero también hay un compromiso colectivo. No podemos esperar soluciones mágicas y, al mismo tiempo, mirar para otro lado cuando la violencia golpea al vecino. La solidaridad debe volver a ser acción, no un eslogan gastado.
En la vida diaria, esto se traduce en acompañar procesos comunitarios en barrios vulnerables, exigir transparencia en las políticas de seguridad y apoyar a las víctimas en lugar de señalarlas. La seguridad no se compra ni se promete en campañas electorales: se construye entre todos.
El punto de quiebre
Uruguay necesita un punto de quiebre. No podemos permitir que la noticia de siete homicidios en un día sea un dato más de la crónica roja. Debe ser una alarma que nos despierte. Que el Estado asuma el control con firmeza y transparencia. Que la sociedad recupere la voz y no tolere la indiferencia.
Porque los muertos no solo exigen atención: nos recuerdan que ya no alcanza con sobrevivir al día siguiente. Hay que recuperar el derecho a vivir sin miedo.
Pues así están las cosas, amigos, y se las hemos narrado.

