Hoy el país duele
El dolor del país no nace de un hecho aislado, sino de una acumulación de silencios, deudas y promesas incumplidas que hoy se reflejan en la infancia desprotegida, la salud mental desatendida y una sociedad que avanza sin rumbo. Entre la desesperanza y la urgencia, el llamado es claro: asumir colectivamente la responsabilidad de sanar antes de que sea demasiado tarde.
La herida que no cicatriza
Hoy el país duele. Y no duele por un hecho aislado, ni por una noticia en particular que nos estremece una semana y se olvida la siguiente. Duele porque, como sociedad, hemos acumulado silencios, deudas y promesas incumplidas que, al no resolverse, terminan convirtiéndose en enfermedades del alma: angustia, ansiedad, estrés, depresión. Duele porque esa carga no la soportan solamente los adultos, sino también los niños y jóvenes que nacen en un entorno cada vez más frágil, más incierto y más desigual.
Durante años hemos celebrado la fortaleza de nuestras instituciones, el valor de la democracia, el ejemplo de un país pequeño que supo marcar camino en la región. Y sí, todo eso existe y es motivo de orgullo. Pero, ¿de qué sirve un sistema democrático si no logra proteger lo más básico: la salud emocional, la esperanza y el bienestar de su gente?
Cada día que pasa sin respuestas concretas es un día ganado por la desesperanza. Una antesala de una tragedia social que todos vemos venir, pero que muy pocos se atreven a enfrentar.
La política que se mira al espejo
Es fácil perderse en los debates técnicos sobre presupuestos, partidas y números. Es fácil también escuchar discursos de legisladores, senadores y ministros hablando de proyectos, reformas y marcos legales. Pero mientras tanto, las noticias que marcan a la sociedad son otras: un joven que se quita la vida, un adolescente atrapado por la soledad, un niño que crece sin oportunidades, una familia que se quiebra porque no hay contención ni esperanza.
El Estado parece reducido a gestionar estadísticas, cuando lo que necesitamos son políticas con rostro humano. Y ese vacío se nota en todos los niveles: en la escuela donde falta apoyo psicológico, en el hospital donde se acumulan pacientes sin recursos, en la cárcel donde la violencia se reproduce como un espejo de la sociedad que no supo prevenir, en las calles donde la inseguridad se vuelve tema cotidiano.
No se trata de repartir culpas entre partidos políticos, ni de seguir señalando quién hizo más o quién hizo menos. Lo que está en juego es nuestra identidad colectiva. Lo que estamos construyendo hoy como sociedad definirá si mañana tendremos un país con futuro o un país condenado a repetir sus desgracias.
La infancia: primera deuda pendiente
Si hay un lugar desde donde empezar, ese lugar son los niños. Un país que no protege su infancia no tiene futuro. Cada promesa que no se cumple, cada presupuesto que no llega, cada programa que se anuncia y queda en el papel, es una traición silenciosa a esa generación que debería ser prioridad absoluta.
No alcanza con discursos sobre educación de calidad si al mismo tiempo los niños llegan a clase con hambre o arrastrando angustias que nadie atiende. No sirve hablar de progreso si la salud mental sigue siendo un lujo para quienes pueden pagarla y no un derecho garantizado por el Estado.
Invertir en la infancia no es un gesto de sensibilidad social: es la única estrategia inteligente para cualquier nación que quiera sobrevivir con dignidad. Porque los niños de hoy son los ciudadanos, trabajadores, líderes y padres de mañana. Y sin ellos, cualquier otra reforma es letra muerta.
Una sociedad líquida, un avión sin piloto
El sociólogo Zygmunt Bauman lo advirtió: vivimos en una modernidad líquida, donde nada es estable, nada se sostiene y todo parece transitorio. En nuestra sociedad, esa sensación se multiplica. Da la impresión de que estamos viajando en un avión que no solo atraviesa turbulencias, sino que además carece de piloto.
Las decisiones políticas se dilatan, las reformas se postergan, y mientras tanto, los ciudadanos nos convertimos en pasajeros pasivos, mirando por la ventana cómo el avión pierde altura. Y el riesgo es claro: si no tomamos el mando entre todos —de izquierda a derecha, desde el gobierno hasta la ciudadanía común— el desenlace será el mismo para todos: el impacto contra el suelo.
Y cuando llegue ese momento, ya no habrá discurso político ni conferencia de prensa que alcance. Será tarde para todo.
La violencia como síntoma
La violencia que vemos en las canchas de fútbol, en las cárceles, en las calles y hasta en la vida cotidiana no es un fenómeno aislado. Es el reflejo de un tejido social que se está desgarrando.
El deporte, que debería ser un espacio de encuentro y alegría, se transforma en campo de batalla. Las cárceles, que deberían ser lugares de rehabilitación, se convierten en escuelas del crimen. Y las familias, que deberían ser refugio y contención, se fragmentan bajo la presión de la crisis económica y emocional.
Mejorar las cárceles, atender la violencia en el deporte, reforzar las políticas sociales: todo esto no es opcional, es urgente. Porque cada día que se pierde multiplica los nombres de las víctimas que mañana recordaremos con impotencia.
Entre el desencanto y la esperanza
No quiero escribir estas palabras desde el pesimismo. Me niego a creer que el destino de nuestro país sea la resignación. Pero la esperanza no puede ser ingenua: necesita hechos concretos, no solamente buenas intenciones.
A quienes gobiernan les recuerdo algo que parece olvidado: ustedes llegaron ahí porque quisieron, porque juraron comprometerse con esta sociedad, porque asumieron la responsabilidad de conducir este avión en el que viajamos todos. No se trata solo de administrar recursos, sino de liderar con humanidad, con visión y con coraje.
La historia juzga con severidad a los dirigentes que tuvieron la oportunidad de actuar y no lo hicieron. Y no hay excusa que valga: ni la herencia recibida, ni la falta de tiempo, ni las trabas burocráticas.
Un llamado colectivo
Hoy el país duele, sí. Pero también hoy es el día en que podemos decidir empezar a curar esa herida. No se trata de esperar a que un salvador aparezca, sino de asumir que la sociedad somos todos. Que cada gesto, cada acción comunitaria, cada compromiso individual cuenta.
Si logramos empezar por lo esencial —la infancia, la salud emocional, la contención social— tendremos bases firmes para reconstruir lo demás. Si no lo hacemos, mañana será demasiado tarde.
Estamos en un momento en el que cada uno debe preguntarse: ¿quiero ser espectador de este avión sin piloto o quiero tomar el mando? La respuesta definirá si terminamos en un accidente colectivo o si logramos enderezar el rumbo.
Conclusión
Escribo estas líneas con dolor, porque sé que reflejan la angustia de muchos. Pero también con convicción, porque todavía estamos a tiempo. Lo peor que podemos hacer es acostumbrarnos a que el país duela, como si fuera inevitable.
No, no lo es. Está en nuestras manos exigir, construir y actuar. Y si lo hacemos juntos, entonces quizás mañana no tengamos que escribir editoriales desesperadas, sino relatos de un país que supo transformar sus heridas en fuerza.
Hoy el país duele, pero todavía puede sanar.

